Existió un tiempo en el que se podía transgredir, pero ese tiempo ha tocado a su fin. Por supuesto hablamos de sexo y de sus representaciones y funcionalidad en la cultura popular occidental. Fue el cineasta Luis Buñuel, creo, quien le comentó a Dalí en tono quejoso que el siglo XX había acabado con la posibilidad de transgredir. En el lamento de Buñuel resonaba aquella frase de Fiódor Dostoyevski en Crimen y castigo: “Si Dios ha muerto, todo está permitido”. La consecuencia de esa sentencia caía por su propio peso: desde el momento en que todo está permitido, la transgresión ha muerto.
Sin embargo, las personas que dicen regirse por una estricta moral católica gozan todavía de la capacidad de transgredir. De alguna manera (una manera muy controvertida, ya lo sé, son envidiables). Hace unos días leíamos en un blog del diario Abc un artículo sobre cómo evitar la masturbación. El texto, escrito por supuestos ‘expertos’ del Instituto Cultura y Sociedad de la Universidad de Navarra -una institución perteneciente al Opus Dei-, recibió la burla justificada de miles de lectores. En esa bazofia de artículo se hablaba, no obstante, de un fenómeno sobre el que merece la pena meditar: “La agresión comercial del erotismo ambiental”.
Es un hecho que el ultracapitalismo ha cosificado la sexualidad y las relaciones afectivas hasta conseguir convertirlas en mercancía y, además, en mercancía barata y accesible a cualquiera. El sexo (un sexo manufacturado, un producto sexo), aupado a veces explícitamente -otras metonímicamente-, por la publicidad y por innumerables creaciones artísticas, ha colonizado miles de bienes de consumo. El erótico éxtasis de San Teresa esculpido por Bernini tenía la misma función proselitista que la azafata que acaricia el capó de un deportivo en una feria del automóvil. Tanto el producto sexo como el producto amor romántico son utilizados diligentemente para el control social de las masas, para su apaciguamiento mediante una sofisticada manipulación del deseo.
Esta estrategia del ultracapitalismo se aplica en muchos otros órdenes de la vida: consiste en apropiarse de parte de aquello que supone una amenaza para el sistema y convertirlo en un producto barato, al alcance de cualquiera. Ocurre, por ejemplo, con el ecologismo. Esta teoría política aconseja evitar el consumismo y promover la reutilización, la cooperación y el trueque. El ultracapitalismo, amenazado, contraataca con los productos supuestamente ‘verdes’ que prolongan la espiral del consumo. Lo mismo ha sucedido con el sexo.
Atravesados por el epicureismo, los ideales ilustrados, el Romanticismo alemán, el vitalismo de Nietzsche y el psicoanálisis de Freud, las fuerzas emancipatorias del siglo XX -singularmente la segunda y tercera olas del feminismo y un sector del movimiento LGTB- planteaban en mayor o menor medida el sexo como campo de batalla en el que subvertir una estructura moral que perpetúa en la sociedad el esquema estamental de amos y siervos. Esos movimientos de liberación (no sólo sexual) tuvieron su correlato artístico en parte de las vanguardias que fueron impregnando las formas de expresión cultural (pintura, literatura, cine, música…). El ultracapitalismo detectó la amenaza y rápidamente convirtió la sexualidad, las relaciones afectivas y las expresiones artísticas subversivas –por ejemplo, el rock y el pop-art– en mercancía. Eso es hoy en día la transgresión: un mero producto de consumo. ‘Transgredir’ significaba originariamente ‘pasar a través’. El término tenía pues una connotación de movimiento, de superación de un obstáculo. Pero hoy en día la capacidad de transgresión que nos queda no nos lleva a ningún otro lado.
El ultracapitalismo sólo defiende un valor: el del máximo beneficio económico de unos pocos. Se enmascarará tras cualquier código ético, político o religioso (o los abandonará) si con ello logra perpetuar su dinámica. La omnipresencia de connotaciones sexuales en las sociedades ultracapitalistas (raciones de transgresión sexual mercantilizada para apaciguar a las masas) no es sino muestra de que una auténtica liberación sexual, todavía pendiente, sigue siendo una amenaza real para el sistema.
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